Hay una tendencia en el cine (y en la literatura) que se encuentra en constante ascenso desde hace varias décadas. Se trata de sustituir la investigación durante el proceso creativo por la autoficción, esto es, exponer las vivencias (reflexiones para el caso de la escritura) de cada cual durante el más anodino de sus días. Un retrato de uno mismo para los otros. Un exceso de importancia a nuestra propia vida.
«Yo soy un ecléctico. Me gusta beber en fuentes que no sean las mías», escribía John Huston en A libro abierto. También hacía mención al caso contrario, halando de Buñuel o Fellini como directores cuyas películas poseen una conexión especial con sus propias vidas. Estos cineastas que dotan de cierta importancia a su experiencia personal lo hacen para preguntarse, desde un plano que conocen, qué habrá más allá. John Huston, por su parte, se sitúa directamente más allá para preguntarse qué hay más acá o directamente no preguntarse nada, simplemente registrar una experiencia desconocida y cuyo éxito o fracaso descubrirá al final del camino. Ambos grupos filman lo desconocido.
En nuestros días lo que prolifera cada vez más es la cámara al hombro, no desde el significado fílmico, sino como un intento del creador para posicionar al que observa en su propia vida de la forma más exacta. En su forma de ver el mundo. Las perspectivas han marcado la historia del cine, sean propias o ajenas al autor, pero han de conducir a algo más que la consecución de lo que a primera vista puede parecer que es el cine: una breve ojeada a la vida de un desconocido.
Pedro Fuertes
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